Las chicas salvajes del blues


Los musicólogos no parecen ponerse de acuerdo en la fecha exacta en la que nació el blues. En lo que sí parecen estar de acuerdo los estudiosos del tema es en que fue en el último cuarto del siglo XIX, un poco después de que la guerra civil americana hubiese terminado legalmente con la esclavitud en los Estados Unidos, aunque de facto el régimen de segregación y racismo se seguía manteniendo, sobre todo en los estados del sur, donde la esclavitud había estado mucho más arraigada que en el resto del país. Prueba de ello era la práctica bastante extendida de los linchamientos a personas de color.

TEXTO: Rafael Calero (escritor y poeta).

Según cuenta Buzzy Jackson en su libro Disfruta de mí si te atreves, entre 1882 y 1946 se llevaron a cabo al menos 4.715 linchamientos. Cuenta la escritora que:

Los linchamientos eran los recordatorios públicos de las consecuencias de las aspiraciones de los negros. Solían celebrarse en público con el apoyo de los responsables de la seguridad y de la ley locales, además de un público formado por hombres, mujeres y niños.


Buzzy Jackson en su libro Disfruta de mí si te atreves

La cuna del blues hay que buscarla en África, donde miles de mujeres y hombres fueron secuestrados y transportados a la fuerza hasta el continente americano para trabajar como animales en las plantaciones del sur, principalmente en los campos de algodón, pero también en otras tareas agrarias y ganaderas. Estas mujeres y estos hombres llevaron con ellos a América los cantos propios de sus lugares de origen, cantos religiosos, cantos festivos, cantos fúnebres, cantos que servían para agradecer las cosechas abundantes, para invocar la lluvia o para mantener a raya las epidemias o los malos espíritus. Al llegar al territorio americano, estos cantos, que se cantaban básicamente mientras se hacían las labores del campo, entraron en contacto con la música blanca de origen europeo. La mezcla va evolucionando hasta convertirse en esa música triste y emotiva que servía básicamente para aliviar el dolor y las penas del que la cantaba y del que la escuchaba y que hoy conocemos con el nombre de blues.  

Dice Juan Campos, autor de John Lee Hooker, una biografía sobre el genial guitarrista y cantante de blues, que esta música “nació en el Delta del Mississippi”, una de las zonas más ricas y fértiles de la geografía americana. Según se puede leer en su libro, muchos músicos itinerantes se acercaban a aquella parte del país “al final de la cosecha, cuando los trabajadores recibían su paga, (y) encontraban allí la oportunidad de ganarse unos dólares. Cada ciudad o pueblo importante tenía su “calle”, que era el centro de diversión de la población negra”. El blues es, por tanto, música mestiza para consumo colectivo. Se cantaba en las fiestas, en los burdeles, en las tabernas, en las plantaciones durante y al acabar el trabajo. Se cantaba mientras se consumía alcohol o se fumaba marihuana. Nada que ver, pues, con otras manifestaciones musicales de carácter religioso, como el góspel o los espirituales, en los que se llevaba a cabo un ejercicio de introspección. El blues es profano, habla de sexo, huele a humo y a güisqui barato. A veces provoca risas y otras, llanto. Pero nunca deja indiferente a quien se acerca a él. Buster Pickens, en el libro de Paul Oliver Conversation with the Blues, de 1965,  decía: “Ningún hombre de buenos sentimientos, ningún hombre de buen corazón puede cantar blues, ni tocarlo…”.

Luis Mario Quintana lo explicaba de esta manera en la Historia del Rock, que publicó el diario El País, en 1987:

Muchos de los primeros cantantes de blues eran músicos errantes, vagabundos que esparcían sus canciones por todos los lugares. Existían artistas que se dedicaban plenamente a ese oficio, y otros con diversas ocupaciones (jornaleros, camioneros, boxeadores…), gente normal del pueblo.

El blues, al menos en su origen, estuvo íntimamente ligado a la pobreza. En un poema titulado precisamente “Blues” que yo escribí hace unos años y que incluí en mi libro La mirada del jazz (Editorial Alhulia, 2006), lo contaba así:

El blues viste con harapos y huele a sudor y suciedad, a vino barato de tetrabrick y a callejón sin salida. Jamás el blues usará trajes caros ni olerá a perfume francés. 

El blues es Billie Holiday y Robert Johnson y Bill Evans y Elmore James y Miles Davis y Bessie Smith y mil nombres más que han sabido en carne propia de la pobreza, del dolor, de la soledad, del sufrimiento, de la amargura, de la rabia de vivir, de la derrota. 

El blues es tener la piel del alma repleta de cicatrices.

En la historia del blues, muy al contrario de lo que es habitual en otras músicas, las mujeres jugaron un papel fundamental desde los primeros tiempos. El primer disco del que se tiene constancia grabado por una mujer negra fue “That thing Called Love”, en 1920. Aquella mujer se llamaba Mammie Smith (1883-1946). El tema, que había sido compuesto por Perry Bradford, se grabó el catorce de febrero bajo el nombre de Mamie Smith and Her Jazz Hounds y fue publicado por la compañía Okeh Records. En aquella sesión se grabó otro tema del mismo compositor: “You Can’t Keep A Good Man Down”. Además, Mamie Smith tuvo el honor de ser la primera mujer negra en grabar un disco de blues. El acontecimiento tuvo lugar el día 10 de agosto de 1920 y la canción registrada en aquella mítica sesión se titulaba “Crazy blues”. Esta y otras canciones grabadas por Mamie Smith llegaron a vender millones de copias en apenas unos años, convirtiendo a su intérprete en un éxito masivo y abriendo las puertas del incipiente mercado discográfico a otras cantantes negras. Mamie Smith no era una cantante de blues al uso, más bien se trataba de una artista de variedades, que también bailaba, contaba chistes, e incluso participó en varias películas.

En cualquier caso, Mamie Smith no fue la primera mujer que cantó blues. Mucho antes que Mammie Smith ya hubo otras. Pioneras que sin imaginarlo estaban poniendo los cimientos de la música del futuro. Mujeres que vivían de manera itinerante, de aquí para allá, trabajando en las peores condiciones que podamos imaginar, viajando por carreteras polvorientas, durmiendo donde podían y comiendo lo que había en cada momento. Sin estas mujeres la música del presente no sería la misma. Sin ellas nunca habríamos tenido ocasión de escuchar a Billie Holiday, ni a Nina Simone, ni a Etta James, ni a Aretha Franklin, ni a Tina Turner, ni a Janis Joplin, ni a Cassandra Wilson, ni a Adele, ni a Amy Wineouse, ni a Norah Jones. La lista es interminable.

Ma Rainey

Una de las primeras mujeres de la historia del blues de la que se tiene constancia se llamaba Mamie Desdoumes (Lousiana, 25 de marzo de 1879-Nueva Orleans, 4 de diciembre de 1911) y hacia 1902 vivía en Nueva Orleans, una de las ciudades donde el blues arraigó con más fuerza, y que algún tiempo más tarde acabaría convirtiéndose en la cuna del jazz. El pianista de jazz Jelly Roll Morton, que era un niño a principios del siglo XX, la recordaba de esta manera:

Pero el blues que nunca podré olvidar en aquellos primeros tiempos es el que tocaba una mujer que era vecina de mi madrina en el Garden District. El nombre de esta mujer era Mamie Desdoumes. Le faltaban los dos dedos centrales de la mano derecha, así que tocaba con sólo tres dedos. Sólo se sabía una canción y la tocaba durante todo el día desde que se levantaba por la mañana. 

La letra que cantaba Mamie Desdoumes y que tanto impactó en el pequeño Jelly Roll Morton, decía así:

 I stood on the corner, my feet was dripping wet,
I asked every man I met…
Can’t give a dollar, give me a louse dime,
Just to feed that hungry man of mine…

“Aunque ya había oído blues anteriormente, creo que fue Mamie la que primero me mostró la música”, concluye el pianista de jazz. Algunos años más tarde, Jelly Roll grabaría ese tema con el nombre de “Mamie’s blues”.

No obstante, la primera gran figura del blues fue Ma Rainey (1886-1939) cuyo auténtico nombre era Gertrude Pridgett, aunque fue más conocida como la “Madre del blues”.  Había nacido en Columbus (Georgia) pero se había criado viajando constantemente por todo el sur de los Estados Unidos, ya que su padre y su madre eran artistas ambulantes. Fue de esta manera como entró en contacto con aquella excitante y nueva música que muchos conectaban directamente con el Diablo. Sobre este punto, escribe Paul Oliver en su Historia del blues:

Gertrude decía que había descubierto el blues (al menos así se lo contó a John Work) un día del año 1902, cuando, en una pequeña localidad de Missouri, oyó a una jovencita entonar un “extraño y profundo” lamento.

Le gustaba cultivar una imagen irreverente y excéntrica, y lucir numerosos collares, a cada cual más estrambótico. Tenía varios dientes de oro, que la convertían en una cantante única. Cuentan las crónicas de la época que verla cantar era todo un espectáculo. A lo largo de su carrera grabó la friolera de noventa y dos discos y se hizo muy popular en la década de los veinte. Su primera grabación data de 1923 y fue la canción “Bo-Weevil Blues.” Después vinieron otras: “Moonshine Blues”, “Yonder Comes The Blues” (grabada con Louis Armstrong), “See See Rider”, “Shave ‘Em Dry”,  “Black Cat, Hoot Owl Blues” “Black Eye Blues,” “Runaway Blues”, “Sleep Talking Blues”, “See See Rider Blues” (una maravillosa canción que acabó versionando Elvis Presley), y muchas, muchas más que la convirtieron en una de las artistas más populares y queridas de su época.

William Barlow, en su libro Looking Up at Down: The Emergence of Blues Culture, escribió que sus canciones estabanprofundamente arraigadas en las experiencias cotidianas de los negros del sur”. Y continuaba:

Los Blues de Ma Rainey eran historias sencillas y directas sobre la ruptura del corazón, la promiscuidad, las borracheras, la odisea del viaje, el lugar de trabajo y la pandilla de la prisión, la magia y la superstición; en resumen, el paisaje sureño de los afroamericanos en la era posterior a la Reconstrucción.

El colapso económico de 1929 no fue bueno para el mundo del espectáculo. Tampoco para esta extraordinaria y polifacética artista, que se vio obligada a volver a recorrer el país en condiciones poco favorables. En 1935 dejó los escenarios para siempre. Murió cuatro años más tarde de un infarto. El poeta Sterling Brown escribió un poema en 1932 titulado “Ma Rainey” celebrando la figura de la gran blueswoman: “Cuando Ma Rainey / viene a la ciudad / gente de sitios lejanos / desde Cape Girardeau / a Poplar Bluff /se acercan en masa para escuchar / a Ma cantar”.

A la muerte de Ma Rainey otra gran artista negra recogió el testigo. Se trataba de Bessie Smith, que había sido discípula y, casi con toda seguridad, amante de Rainey. Bessie había nacido en Chattanooga, en el estado de Tennessee, uno de los lugares donde el racismo había echado las raíces más profundas y fuertes de todo el país, en 1894. Durante su niñez fue pobre de solemnidad, viviendo en unas condiciones muy duras. Para colmo, siendo una niña se quedó huérfana y desde pequeña se vio obligada a ganarse la vida por sus propios medios. Pero Bessie tenía un don del que pocas personas podían presumir: su voz.

Bessie Smith

Escribe Buzzy Jackson en Disfruta de mí si te atreves sobre ese don divino que era la voz de la cantante:

La voz de Bessie Smith contenía toda la riqueza de la historia del sur, toda la pátina del aire sureño, era una voz ruda y emotiva, sabia y melancólica a la vez, cargada, además, con el peso de una infancia de trabajo y esfuerzo. La voz de Bessie era propia, era única.

Aún hoy, escucharla cantar en aquellos viejos discos realizados hace casi un siglo, a pesar de que las grabaciones carecen de la calidad técnica a la que los oyentes del siglo XXI estamos acostumbrados, es un placer para los oídos. No en vano, se le otorgó el apodo de “Emperatriz del blues”.

Bessie grabó decenas de discos y actuó por todo el país, desde la costa atlántica hasta la del Pacífico, desde el golfo de México hasta la bahía de Hudson. Su fama se extendió como un reguero de pólvora. Algunas de aquellas canciones, como “Mama’s Got the Blues”  se cuentan entre lo mejor que ha dado el género.

Bessie Smith murió en 1937, tras sufrir un accidente de tráfico cuando iba en su flamante Packard por una carretera rural. Durante mucho tiempo, entorno a su muerte, se creó la leyenda de que había muerto desangrada porque se le denegó la entrada en un hospital para blancos. Diego A. Manrique, contaba en un artículo escrito en el año 2000 que aquello no fue lo que realmente ocurrió. Dejemos que sea el periodista burgalés quien nos lo cuente:

Bessie, biografía de Chris Albertson, inédita en España, que aclara uno de los casos más célebres de la discriminación racial en EE UU. Desde que la “Emperatriz del blues” dejó este mundo, es artículo de fe que falleció por ser atendida en un hospital sólo para blancos. Incluso una obra de Edward Albee, The death of Bessie Smith, ratifica esa historia. Albertson investigó y encontró que aquella noche del año 1937 ocurrió una sucesión de desdichas. El frágil Packard de Bessie Smith embistió a un camión en una carretera rural. Estaba siendo cuidada por un doctor (blanco) de la ciudad de Memphis que pasaba por allí, cuando otro coche arremetió contra el vehículo del médico, sumando nuevas víctimas. La primera ambulancia que llegó trasladó a Bessie directa al hospital para negros del cercano Clarksdale, donde le amputaron el brazo derecho e intentaron salvarla. Pero estaba destrozada, con heridas internas y con mucha pérdida de sangre.

Bessie Smith está enterrada en el cementerio de Mount Lawn, en Filadelfia. Durante tres décadas, su tumba no tuvo ningún tipo de distintivo que conmemorara a la gran artista que yacía allí. En 1970, la cantante Janis Joplin se encargó de comprar una, como agradecimiento a todos los buenos momentos que la música de “la cantante de blues más grande del mundo” le había regalado, sin siquiera saberlo.

Otra de las grandes pioneras del blues que merece un puesto de honor en estas páginas, fue la guitarrista, compositora y cantante Memphis Minnie (1897–1973), según Diego A. Manrique “una blueswoman de larga trayectoria que murió en la miseria a pesar de que Led Zeppelin o Donovan plagiaran sus composiciones.” Su verdadero nombre era Lizzie Douglas. La vida de esta genial artista, como ocurre con casi todas las mujeres que aparecen en estas páginas, parece haber sido escrita por un guionista de cine, pero no uno cualquiera, sino uno con una imaginación fuera de lo normal. Memphis Minnie grabó más de doscientas canciones a lo largo de una carrera que empezó a comienzos de la década de los veinte y acabó al final de la década de los cincuenta. Además a ella le cabe el honor de ser la primera mujer del blues que cambió la guitarra de palo por la eléctrica. Había nacido en el estado de Luisiana, en el seno de una familia pobre y muy numerosa (sus padres tuvieron catorce hijos). Cuando cumplió trece años, se fue de su casa porque quería hacer carrera como artista callejera y ya sólo volvió en momento puntuales. En 1929, cuando la bolsa de Nueva York estaba a punto de hacer crack y el país se asomaba al precipicio irremediablemente, Memphis Minnie conoció al que sería su marido, el guitarrista y cantante de blues Kansas Joe McCoy. Ese mismo año, un cazatalentos de la Columbia los vio tocando en un club y les propuso que viajaran hasta Nueva York para grabar un disco. Ese disco contendría dos temas: “When the Levee Breaks” y “That Will Be Allright”, en los que cantaba su marido. La primera de estas canciones se convirtió en un éxito absoluto, lo que les llevó a grabar otro disco, esta vez con los temas “Frisco Town” y “Goin’ Back to Texas”. Memphis Minnie cantó por primera vez en el primero de esos temas, “Frisco Town”.

Al comienzo de la década de los treinta, la pareja se trasladó a Chicago y allí Minnie graba uno de sus éxitos más rotundos: “Bumble Bee”. A mediados de la década de los treinta la pareja se divorció, y cada cual tomó su camino. Ella siguió componiendo, grabando y actuando allá donde requerían sus servicios. En 1939 se volvió a casar con otro guitarrista de blues: Earnest Lawlars, más conocido como Little Son Joe, con quien acabó abriendo un club de blues en la ciudad de Chicago, el famosísimo 708 Club, por cuyo escenario pasaron todas las grandes figuras de la música blues. En 1958, la que había sido una de las cantantes y guitarristas más populares de la primera mitad del siglo XX en los Estados Unidos, decide retirarse, en parte porque ya veía que los gustos del público estaban cambiando.

En 1957, sufrió un ictus que la dejó medio paralizada y casi sin memoria. En 1962 murió su marido y ella ingresó en una residencia donde vivió hasta su muerte, que tuvo lugar en el verano de 1973, a los setenta y seis años de edad. Sus últimos años de vida, enferma y sin un céntimo, fueron costeados con el dinero de sus fans. Memphis Minnie había sido una pionera no sólo del blues, sino también del boogie, del rhythm and blues y del rocanrol y dejaba tras de sí un legado de grandes canciones y una de las voces más poderosas de la historia del blues, una voz, que, como señala la que fuera su discípula y gran amiga, la intérprete de ukelele, Del Rey, “es la voz de una mujer independiente, una artista que nunca toleró el abuso, y que consiguió obtener placer de los durísimos tiempos que le tocaron vivir.”

Estas son algunas de las pioneras más importantes del blues, pero hay otros muchos nombres. Mujeres como Victoria Spivey, Sippie Wallace, Trixie Smith, Clara Smith, Ida Cox, Sara Martin, Lucille Hegamin, Ethel Waters, Alberta Hunter, Mary Stafford, Katie Crippen, Edith Wilson, Esther Bigeou, Lillian Glinn, Martha Copeland, Mattie Hite, Bertha Hill, Edna Hicks, Ann Cook Mujeres que buscaron en el blues una salida a la pobreza, a la exclusión social en la que habían vivido y al racismo. Mujeres que demostraron con su arte que podían ser las protagonistas de sus vidas. Este texto es mi humilde homenaje a todas aquellas mujeres valientes, independientes, sensuales, pasionales que alumbraron uno de los géneros musicales más populares y deslumbrantes de la historia de la Humanidad: el blues.

Bertha «Chippie» Hill

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